Dos sanitarias atienden a un paciente en una sala covid de un centro de atención primaria de Sabadell (Barcelona), el pasado mes de enero. ALBERT GARCIA
Los sanitarios de la atención primaria están al límite de sus fuerzas. “Agotados”, “desanimados” y “extenuados”, repiten una y otra vez. En la primera ola, fueron el muro de contención contra la epidemia; en la segunda, vigías de la covid a pie de calle y centinelas de las residencias. Y en el tercer envite del virus, han asumido también la campaña de vacunación y la atención a los enfermos desplazados por la pandemia. En el último año, la presión asistencial que arrastraban desde antes de la crisis sanitaria se ha recrudecido y los centros de salud se han instalado en un estado de saturación permanente. “Cada vez más tareas y con los mismos recursos”, resume José Polo, portavoz de la Sociedad Española de Médicos Generales (Semergen). Y eso pasa factura: a los profesionales, que notan un empeoramiento de su salud mental, y a los pacientes, que se pierden por el camino o llegan tarde y en peor estado a la consulta.
En la sala de espera del centro de atención primaria Creu Alta de Sabadell, Josefa Cerezo, de 76 años, y su hija Marga matan el tiempo mirando a ninguna parte. “Me ha costado venir. Para comunicarme con el centro de salud es difícil porque los teléfonos están saturados. Tenía una ciática para morirme y acabé yendo a urgencias. Hoy vengo a controlar la tensión”, explica Josefa. Apenas hay pacientes en los pasillos. Para evitar contagios y optimizar los recursos, las consultas telefónicas han desplazado a las presenciales. No hay tanto bullicio en las salas de espera, pero de puertas a dentro de la consulta, el ritmo es frenético. “El acceso ha cambiado, pero seguimos atendiendo demanda aguda que no es grave, como una infección de orina, a los pacientes crónicos y el seguimiento al final de vida a través de la atención domiciliaria”, explica Ángeles Zamora, enfermera del centro. En la planta baja está, además, la zona covid. “En la primera ola venían casos más graves. Ahora hay más contagios familiares, pero más leves. La gente sigue teniendo miedo al virus y viene asustada y con ansiedad”, apunta la enfermera Laura Estirado, enfundada en un mono de protección individual y doble mascarilla.
La atención primaria es la puerta de acceso al sistema sanitario, pero la pandemia ha creado un cuello de botella difícil de salvar. Las cargas de trabajo se han multiplicado: además de hacerse cargo de la detección y control de los casos con covid-19 y sus contactos, los médicos y enfermeras de familia visitan a sus pacientes habituales, recuperan a aquellos que la pandemia dejó atrás, hacen consultas domiciliarias y cuidados paliativos, coordinan la atención en las residencias de su área de referencia y asumen las campañas de vacunación, de la gripe y de la covid. Todo, advierten, con casi los mismos recursos que antes de la pandemia. “Tal y como estamos es casi imposible asumirlo todo. Enfermería hace al año 130 millones de consultas y la vacunación de la covid-19 a la población general implicaría 50 millones de consultas más. Es decir, significaría aumentar un 50% la actividad. Necesitas recursos”, apunta Salvador Tranche, presidente de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria.
Los sanitarios no dan abasto y la pandemia no hace sino agudizar las carencias de un sector diezmado por los recortes desde hace 10 años. “Antes de la pandemia calculamos que hacían falta 15.500 enfermeras más en atención primaria. Ahora, la carencia solo en enfermería es bestial. Es imprescindible aumentar los recursos humanos”, sostiene María José García, portavoz del sindicato de enfermería Satse. Según un informe de la Organización Médica Colegial (OMC), la partida para la sanidad pública se redujo en 8.636 millones de euros (un 12,24% menos) entre 2009 y 2014. Pero en la atención primaria el tijeretazo fue más duro, del 16,17% (1.742 millones menos). “Tenemos las agendas desbordadas y personas ya de baja por problemas psíquicos. La precariedad va aumentando. Como esto siga así, la atención primaria no va a aguantar”, lamenta María Justicia, responsable de atención primaria en el sindicato madrileño de médicos Amyts.
El auge de la tercera ola ha vuelto a poner en jaque a los centros de salud. Tienen más experiencia, recursos diagnósticos (pueden hacer test, que en la primera ola no podían) y equipos de protección, pero faltan manos. “Estamos absolutamente desbordados y superados”, resume Rosa Magallón, presidenta de la Red Española de Atención Primaria de la Sociedad Española de Salud Pública (Sespas).
Y eso se nota, sobre todo, en el acceso al sistema de los pacientes no covid. Algunos llegan en peor estado de salud y los enfermos crónicos, más descompensados. Otros, perdidos en el miedo o el entramado burocrático, ni siquiera han llegado. “Las demoras diagnósticas que tenemos son bestiales. Hay pruebas hospitalarias que se están retrasando y nos encontramos tumores muy avanzados o alteraciones importantes en la calidad de vida a causa de alguna patología”, avisa Tranche. Las intervenciones han caído un 36% en el primer semestre de 2020 con respecto al mismo período de 2019 y las demoras se han disparado—la espera media para una prótesis de rodilla es de 183 días, por ejemplo—. “Vemos muchas quejas de pacientes por retrasos en pruebas y operaciones. Una catarata no es una patología urgente, pero el paciente no ve”, apunta Polo.
Tranche señala que la dificultad de acceso, ligada a la precariedad sanitaria, que provoca mucha movilidad de personal, dificulta la continuidad asistencial, pieza clave de la atención primaria. Magallón coincide: “Tienes que doblar turnos, ves pacientes que no conoces por el discontinuum [la discontinuidad] asistencial y se producen retrasos. Porque no hemos tenido tiempo de ver bien a los pacientes. Otros retrasos también se producen porque los enfermos no quieren venir a los centros sanitarios”.
El hartazgo de los pacientes ha convertido los aplausos de las ocho en reproches. “La población está cabreada. Nos riñen porque no se sienten atendidos”, asume Tranche. “Están huraños, enfadados y rebotados”, tercia Polo. Sin embargo, Zamora opina que esa actitud “no es descontento, sino miedo: están asustados, temen perder la accesibilidad”.
Trabajar bajo una atmósfera de presión asistencial continua tampoco es inocua para los profesionales. “Llegamos a la consulta antes y salimos a la hora que se puede. Nadie nos lo pide ni nadie nos lo retribuye, pero lo hacemos. Y eso te va quemando. Hay mucha sobrecarga. Los profesionales están desesperanzados y llegan al trabajo sufriendo”, apunta Cándido Pequeño, jefe de servicio del centro de salud de Cee, en A Coruña.
Dos estudios de investigadores del Hospital del Mar de Barcelona revelan que casi la mitad de los profesionales sanitarios presenta un riesgo alto de trastorno mental a causa de la pandemia. “Hay un porcentaje cada vez más alto de sanitarios que están tomando ansiolíticos y antidepresivos y gente de baja por estrés postraumático”, sostiene María Justicia. Y avisa: “No somos una goma elástica. Los sanitarios somos humanos y si siguen estirando, algún día nos vamos a romper”.
Los profesionales de atención primaria auguran meses difíciles. Aunque baje la curva epidémica, vendrán otras olas, sobre todo, por el impacto de todas aquellas dolencias aplazadas —por el sistema o el temor de los propios pacientes— a causa de la pandemia. “La ola de mala salud mental, de patología crónica descompensada y patología subaguda va a aflorar. Aunque la actividad asistencial se ha mantenido, sí hemos perdido actividades preventivas, como los cribados de cáncer”, asume Salvador Tranche, presidente de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria.
Además, los sanitarios esperan un nuevo perfil de paciente, hasta ahora desconocido: las personas con covid persistente, que presentan síntomas muy inespecíficos, desde cansancio y fatiga hasta dolores osteomusculares, y cuyo único vínculo común es haber pasado la covid. “Queda por ver todo lo que nos va a suponer, pero estamos empezando a verlo y hay bajas que ya se están prolongando. Son casos de difícil gestión porque no hay mucho que hacer con ellos, no hay tratamiento”, apunta Carlos Eirea, vicepresidente de la Asociación Galega de Medicina Familiar e Comunitaria. Por ahora, la atención a estos casos se comparte con los hospitales. “Son pacientes nuevos para todos, pero nos preocupa porque se pueden convertir en pacientes crónicos y no hay ningún tratamiento”, coincide María Justicia, del sindicato médico Amyts.
Fuente: El País